sábado, 10 de agosto de 2013

Black Star

Iba con el tiempo a favor, como pocas veces en el año (aunque debo decir que es algo que ha ido mejorando). Salí del edificio haciendo malabares con la mochila y la botella mientras intentaba abotonarme el abrigo, cuando te vi caminar en mi misma dirección, con la vista fija al frente y el paso calmado. 
Paré en seco por un segundo mientras te veía pasar, esperando que no hubieras reparado en mí. Te seguí con la mirada al tiempo que volví a ponerme en marcha, lentamente, justo detrás tuyo, pero sin mirarte la nuca para que no te sintieras tentado a girar la cabeza. 
Eventualmente te adelantaste, y yo seguí el mismo camino sólo porque no quería llegar tarde. Te adelantaste tanto que te perdí de vista, así que dejé de preocuparme y subí con tranquilidad las escaleras que llevaban al metro. Pagué y volví a subir hasta el andén, pensando en lo incómodo que sería ahora volver a compartir el mismo camino. Admito que un impulso medio masoquista me obligó a correr hasta el tren antes de que se cerraran las puertas: no me apuré para entrar sólo para llegar a tiempo, ahora también quería tentar a la fortuna; no podía asegurar que hubieras tomado el mismo, pero quería vivir la tensión de sentirte tan cerca pero a la vez manteniendo deliberadamente el silencio y la distancia adecuada.
Finalmente entré corriendo y me instalé al lado de la puerta. Miré a mi alrededor para comprobar que no estuvieras cerca, hasta que se me ocurrió fijar la vista al frente para divisar tu espalda unos metros más allá de la separación del vagón. Ibas con amigos, perfectamente podría haber caminado un poco para saludar e instalarme al lado, pero preferí quedarme en mi rincón leyendo, convenientemente oculta por un sujeto alto, ubicado justo al medio entre nosotros dos.
Logré concentrarme, pero igual te miré de vez en cuando. Una vez te diste vuelta, pero como la vista me traiciona siempre, nunca supe si te enteraste que estaba ahí, justo detrás tuyo. Así seguí el viaje, agradeciendo tener que bajarme antes que tu.
Llegamos a Irarrázaval y al parecer te quedaste solo. Salí de mi rincón para instalarme frente a la puerta y arreglar mi mochila, girando conscientemente la cabeza en dirección hacia ti. Te divisé por un solo segundo -sin hacer contacto visual directo-, que bastó para notar que ahora tú me mirabas, lo que fue motivo suficiente para clavar mis ojos en el texto y no querer levantarlos más. 
La tensión había llegado al clímax y lo único que quería era que se abrieran las puertas para bajarme lo más pronto posible. No quería que te acercaras luego de haber estado recordando en los últimos días todas las cosas que me molestaban de ti y que me tenían enrabiada, viviendo un duelo retrasado: tus actitudes inexplicables, sobre todo esos acercamientos ocasionales que no valía la pena tratar de entender; tu falta de carácter y cojones; tus falsedades y secretismos, con los que incluso, no contento con haber echado por la borda la confianza que te tenía, te habías atrevido a llegar a mi círculo más íntimo, como si yo no fuera a enterarme, como si fuera a quedar indiferente.
No es que no reconozca y valore todo lo que fue bueno. Lo hago y lo sabes, porque igual me conoces. Pero las decepciones no pasan desapercibidas, y es difícil echar de menos los primeros meses, siendo que los últimos, los del recuerdo más reciente, no se sustentaron en la verdad. Porque mientras ésta golpea y duele una vez para luego asimilarse, las mentiras lo hacen de cuando en cuando, cada vez que se recuerdan.
Me di cuenta que ya era muy tarde cuando vi de reojo que te acercabas con paso sigiloso hasta donde estaba yo, que seguía con los audífonos puestos y los ojos fijos en el texto, sin leer nada. Ignoro por qué decidiste instalarte al lado mío; en ese momento, enojada contigo y conmigo misma, pensé que perfectamente podrías haber hecho gala de tu talento para hacerte el loco y dejar las cosas como si nada. Probablemente pensaste -con razón- que te había visto y te sentiste obligado a ir a saludar. Quizás fue para que no me saliera con la mía, adivinando mis intenciones, o simplemente lo hiciste porque quisiste hacerlo. Lo que nunca sabré es si actuaste consciente que luego de tu acercamiento tendríamos que compartir el trayecto hasta Baquedano, combinación incluida. Y de ser así, si lo hiciste a sabiendas que, en ese supuesto, habríamos estado rodeados de un silencio incómodo como los de Benedetti, donde "como cualquiera sabe, en tales circunstancias es arduo decir algo que realmente no sobre."
Me saludaste tímidamente. Sentí que querías que me quedara claro que ya sabías que yo estaba al tanto de tu presencia, pero aún así no te atrevías a imponerte. Te respondí el saludo con tranquilidad, segura de que en cualquier momento las puertas se abrirían para darme paso y seguir mi propio camino. El tren reanudó la marcha y tu aprovechaste de preguntar por mi lectura, dándome la excusa perfecta para intentar aligerar el ambiente comentándote sobre el artículo. Apenas alcanzaste a terminar una frase cuando el metro paró en Santa Isabel, mi destino. Podría haberte preguntado si seguías hasta Baquedano, o anunciarte antes que ahí me bajaba, pero en vez de eso me despedí sin preámbulos, con un simple "Voy a Oriente. Que estés bien" y un beso en la mejilla, sintiendo cómo la tensión volvía a crecer, mientras yo salía del vagón y tu te quedabas ahí para seguir tu camino, respondiéndome apenas, en voz baja, quizás algo sorprendido, o tal vez pensando que sólo había sido una excusa mía para escaparme de ahí.
No lo fue, de verdad tenía que irme, pero de haber sido otra la situación, de seguro habría hecho lo mismo si mi capacidad de improvisación me hubiera acompañado, sólo para evitar acercarme en lo más mínimo al recuerdo de nuestros viajes en metro -a veces también silenciosos-, muchos meses atrás.

sábado, 5 de febrero de 2011

Set Yourself On Fire

No sé si es cosa de costumbre, o de verdad los actos simbólicos me nacen. Para mi no hay actos importantes (no necesariamente solemnes o institucionales) sin ellos. No importa si no hay pompa y boato; aquí es la intención lo que cuenta. Y así es como en ciertos momentos de mi vida llevo uno que otro a cabo, como hoy.

Puede que sea una tontera, o que llegue con año y medio de retraso, casi, pero hay cosas que tienen que hacerse, tarde o temprano. Fue cosa de unos minutos, una decisión espontánea, sin mayores preparaciones. Era algo que me debía, y luego de recordar que existían, leyéndolas páginas por página, descifrando palabra por palabra, todo fue muy obvio. Tan obvio que daba risa pensar en mi demora. Mirándolas con la perspectiva que da el tiempo, casi incapaz de revivir las emociones que algún día me provocaron esas líneas; la alegría de la primera lectura, el estremecimiento, las ansias, y luego la angustia, el dolor de saber que lo que en un momento hubo, ya no estaba ahí, que todo se había perdido. Era tanta la distancia que confirmé mis sospechas de los días anteriores: a fin de cuentas, no había sido tan importante. Lo fue en su momento, sin duda, pero era algo falto de toda trascendencia. Las leí y me reí, me reí de mi misma a los 16 años, de cómo podía gustarme tanta cursilería junta, de cómo pude aguantar que me pusieran condiciones, cómo pude convencerme con una argumentación tan burda, y cómo fui capaz de aceptar que se me tratara de culpable mientras me declaraban inocente. Pobrecita, pensé, y decidí que al otro día las quemaría.

Y listo, fue tan fácil como tomarlas, salir al patio y prender un fósforo. Sentarme junto al macetero de greda donde mi papá guarda las cenizas, tomar las hojas una por una, en orden de llegada, y verlas consumirse. Escuchar las llamas comiéndose las letras, encogiendo las páginas, como cuando los bichos muertos juntan sus patas. Algunas se consumían lentamente, otras se prendían de inmediato. Y me quedé mirando lo blanco rodearse de amarillo, naranja y negro, hasta que el pelo y las manos me quedaron con olor a humo. Ver cómo se apagaban las cenizas, a medida que se derretía el lacre, liberando un olor ácido junto con el propio del papel quemado. Hasta que el crepitar se apagó, con lo que sólo bastó tirarle agua encima, para que nunca se volvieran a prender, para asegurarme de que ya no seguirían sonando.

No bastaba con leerlas por última vez, y romperlas no era lo adecuado. Cuando ya no significan nada, las cartas tienen que quemarse, aunque sea con años de retraso.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Poker Face

Check.

Se congelaron las cosas y ahora resulta que todo vuelve, o parece tener ciertas intenciones de hacerlo. Podríamos haber hecho las cosas más simples y hablar de frente, evitarnos el sacar conclusiones apresuradas, adelantarnos a los hechos y hacer conjeturas sin una base firme. Pero no, hasta ahora soy un imán para las reservas y secretos, y si va acompañado de rarezas y desapariciones, mejor aún. Pero la verdad siempre cae por su propio peso, y si no somos rápidos caeremos con ella. Se podrían haber hecho tantas cosas… qué importa, por algo pasa lo que pasa. Y si no, de todas formas no puede cambiarse, así que no vale la pena quejarse por ello. Me alegra no arrepentirme de nada. Porque el arrepentimiento genera culpa, y la culpa genera rencor. Sin embargo siento que esto se me va un poco de las manos, más de lo usual, y claramente más de lo esperado. No aspiro a más que a cosas concretas y claras (si sé que es mucho pedir, pero bueno), y lo único que veo es un enrredo que aumenta con cada coyuntura. Hay muchas miradas, muchos silencios, muchos terceros, muchas conjeturas y poca claridad. Me molesta cuando las cosas se alargan demasiado, y si van a venirme con problemas, les digo al tiro que no estoy para jueguitos.

Suficiente, hasta ahí quedamos porque la cabeza no me da para más, y la concentración no puede rendirme menos. Tengo cosas que hacer, mejores cosas en las que pensar, y mil oportunidades más para aprovechar. Mejores que las anteriores- que no terminaron de convencerme- sin duda.

Fold, quiero cartas nuevas. Sólo si me gustan vuelvo a jugar.