viernes, 9 de marzo de 2007

Palabras Previas

Pasado, inocencia, credibilidad, frío cálculo, encuentro, alegría, angustia, dolor, llanto, insomnio, risas, letras viejas, colores difusos, notas disonantes, asonantes, sonantes en extremo, miradas tardías, palabras sueltas, mensajes perdidos, llamadas atemporales.
Presente, dos palabras con sentido, alegría otra vez, tranquilidad superficial, nerviosismo permanente, ansiedad controlada, espacio-tiempo, noches sin dormir con las notas siguiéndose, unas tras otras, hasta llegar a alfa, trabajo, rutina, viaje de ida y vuelta, metro, entrada en pánico, calma otra vez, relatividad, claro-oscuro, inconstancia discontinua, expectativas altas, bajas o medias, depende del caso, parca en palabras, Providencia, Divina Providencia y buena estrella, lentitud en olvidos, The Beatles en la radio, tecleo, conversaciones, celulares y fotos.
Futuro, insomnio de nuevo, ciclos que se repiten, libros agotados y roídos, luces nuevas y lunas rotas, asesino de sueños, creadora de idioteces, razón, sentimiento, ciclos de nuevo, viento cálido, noches frías, días nublados, soles intermitentes, destinos que se entrecruzan y se abandonan, cortar-pegar, nada es predecible y, al final, todo fue, es y será un matiz…

lunes, 5 de marzo de 2007

Rodeando está el Mar...

No me esperaba un día con tanto sol por estos lados.
Llegamos a la costa y nos embarcamos en el “Bertina”, fue casi media hora de viaje cruzando el canal de Chacao, para luego arribar a la Irlanda de América, como dijo un amigo inglés de mi mamá; la Isla Grande de Chiloé.
Pasamos las noches en una cabaña (que estuvo dentro de mi catastro) que sorpresivamente tenía una vistilla al mar, en Ancud, ciudad al norte de la Isla, con más costa que encanto, pero tranquila y agradable.
El primer día no hicimos mucho más que recorrer la ciudad y almorzar a una hora inmoral. El segundo día partimos a Castro, al sur de la isla, Capital de Chiloé. Una ciudad preciosa, a pesar de que el clima no fue del todo nuestro aliado aquella vez.

“Pintoresca” sería la palabra adecuada para describirla, especialmente por los Palafitos y la Iglesia frente a la plaza, Patrimonio de la Humanidad y construida enteramente de madera.
Después partimos a Dalcahue, un pueblito pequeño cercano a la Capital, y luego de eso no vimos mucho más, primero porque no había mucho más que ver, y segundo porque comenzó a llover a cántaros. Decidimos volver, y mientras algunos dormían, yo me deleitaba en el asiento de adelante, gastándole las pilas a la cámara y observando las verdes colinas, símiles de la campiña inglesa.
El tercer día fuimos a Puñihuil, a las pingüineras, pero muchos pingüinos no vimos, ya que por falta de tiempo no pudimos cruzar a los islotes en donde se encontraban.

Estábamos en una playa enorme, y en un costado de la misma, una bandada de gaviotas se pavoneaba por la orilla, mientras un riachuelo rodeaba los roqueríos y enfrentaba su corriente a la del mar.
Luego de nuestro intento frustrado por ver a los animalitos felices de Happy Feet, y de obtener algunos aciertos fotográficos, decidimos visitar el fuerte San Miguel de Ahuí, en la Península de Lacuy. Una fortificación española construida en 1779 en la cima de un precipicio, a mi humilde parecer, al cuál se accedía luego de varios kilómetros de camino de ripio y un sendero, el que se recorría a pie, a veces abierto y otras, techado por las copas de los árboles.
El trayecto no era difícil, menos aún el imaginarse a los españoles recorriéndolo fusil en mano. A no ser que no se tuviera en mente el uniforme de los soldados, como era mí caso.
Ya en el fuerte, quedaba recorrerlo de punta a punta. Lo mejor era hacerlo sobre la “trinchera” frente al lugar donde estaban situados los cañones, directamente en su línea de fuego, para tener la mejor vista.
Luego de eso, entré al polvorín; una escalera estrecha y con grandes escalones, con paredes húmedas y sin ningún tipo de iluminación para auxiliar al turista desamparado, cosa que se agradecía.
Primero porque habría sido un crimen colocar electricidad en un sitio de casi tres siglos de antigüedad, y segundo porque, cuando estaba presta a retirarme, pisé algo, probablemente redondo y duro. Pudo haber sido un ratón muerto, una piedra, un profiláctico relleno con Dios sabe qué cosa o algo de materia orgánica de otra índole… créanme que no quise ni quiero saberlo.
Luego de eso, volvimos a Ancud.
En nuestro cuarto y último día, fuimos a Castro nuevamente. No recuerdo bien para qué, si estaba igual de nublado que la otra vez; creo que fue para comprar algunas cosas. Pero la verdad no hubo nada interesante ese día, si no, lo recordaría.
En fin, que ya habían pasado cinco noches fuera de mi casa cuando emprendimos el viaje de vuelta a Chile continental. Un día soleado, casi igual a los anteriores, como no pensé que vería en esas latitudes. Pero bueno, era verano, alguna gracia tenía que tener.
Camino a Chacao, se veía el mar. El mismo que sería mi único paisaje durante al menos media hora, nuevamente: Allá, más allá de donde mis ojos alcanzaban a ver, el Pacífico en gloria y esplendor. Infinito, hasta que otra isla se interpusiera entre el sol y la orilla del fin del mundo.