sábado, 5 de febrero de 2011

Set Yourself On Fire

No sé si es cosa de costumbre, o de verdad los actos simbólicos me nacen. Para mi no hay actos importantes (no necesariamente solemnes o institucionales) sin ellos. No importa si no hay pompa y boato; aquí es la intención lo que cuenta. Y así es como en ciertos momentos de mi vida llevo uno que otro a cabo, como hoy.

Puede que sea una tontera, o que llegue con año y medio de retraso, casi, pero hay cosas que tienen que hacerse, tarde o temprano. Fue cosa de unos minutos, una decisión espontánea, sin mayores preparaciones. Era algo que me debía, y luego de recordar que existían, leyéndolas páginas por página, descifrando palabra por palabra, todo fue muy obvio. Tan obvio que daba risa pensar en mi demora. Mirándolas con la perspectiva que da el tiempo, casi incapaz de revivir las emociones que algún día me provocaron esas líneas; la alegría de la primera lectura, el estremecimiento, las ansias, y luego la angustia, el dolor de saber que lo que en un momento hubo, ya no estaba ahí, que todo se había perdido. Era tanta la distancia que confirmé mis sospechas de los días anteriores: a fin de cuentas, no había sido tan importante. Lo fue en su momento, sin duda, pero era algo falto de toda trascendencia. Las leí y me reí, me reí de mi misma a los 16 años, de cómo podía gustarme tanta cursilería junta, de cómo pude aguantar que me pusieran condiciones, cómo pude convencerme con una argumentación tan burda, y cómo fui capaz de aceptar que se me tratara de culpable mientras me declaraban inocente. Pobrecita, pensé, y decidí que al otro día las quemaría.

Y listo, fue tan fácil como tomarlas, salir al patio y prender un fósforo. Sentarme junto al macetero de greda donde mi papá guarda las cenizas, tomar las hojas una por una, en orden de llegada, y verlas consumirse. Escuchar las llamas comiéndose las letras, encogiendo las páginas, como cuando los bichos muertos juntan sus patas. Algunas se consumían lentamente, otras se prendían de inmediato. Y me quedé mirando lo blanco rodearse de amarillo, naranja y negro, hasta que el pelo y las manos me quedaron con olor a humo. Ver cómo se apagaban las cenizas, a medida que se derretía el lacre, liberando un olor ácido junto con el propio del papel quemado. Hasta que el crepitar se apagó, con lo que sólo bastó tirarle agua encima, para que nunca se volvieran a prender, para asegurarme de que ya no seguirían sonando.

No bastaba con leerlas por última vez, y romperlas no era lo adecuado. Cuando ya no significan nada, las cartas tienen que quemarse, aunque sea con años de retraso.

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